Lo que hacen las máscaras

Recuento semificticio del 20 de enero del año 2000, en Jauja.

Domingo Martínez Castilla

Enero del 2007

 

Primer día - jueves 20 de enero del año 2000

Hace siete años, horas más, probablemente menos, llegaba a Jauja, a ponerme una máscara y bailar en las calles, no sé ya si para huir de un amor imposible o para tratar de encontrarlo entre el desenfado de la gran fiesta y la edad otoñal que hoy, decididamente, me ha acogido, me ha cogido, la muy canalla comeviejos.

Veinte de enero del años dos mil. Por un lado, el mundo entero suspiraba aliviado porque no sucedieron las indecibles desgracias anunciadas por el cambio de milenio —me refiero a las computadoras, no a las adivinaciones de Nostradamus—, que predecían parálisis globales, aeropuertos confundidos, semáforos esquizofrénicos, bancos derrochando dinero ajeno o apropiándose para siempre de los ahorros de las masas. Por el otro, este emigrado danzante que volvía a su fiesta más querida después de muchos años: a bailar, a desaparecer en la esencia de uno mismo, esa esencia oculta entre sopas con mote, picantes de cuyes servidos en las calles con barro que llevan al escenario de la tunantada, jovencitas intrigadas y coquetas por saber quién se esconde detrás de cada máscara. Y en la música.

Ya luego se explicarán los detalles de la fiesta. Ahora hay la urgencia de estar allá a punta de recuerdos.

La noche del veinte de enero, festividad de San Fabián y San Sebastián, es el momento de estrenar públicamente los «tonos» que sendas cuadrillas de danzantes utilizarán en el festival que empezará el día siguiente. No hay danzantes en la víspera. Las orquestas de arpa, violines, clarinetes y saxofones dan vueltas a la vieja y pequeña plaza de los Yauyos, precedidas por los directivos de cada cuadrilla y rodeadas por decenas de brazos blandiendo grabadoras y micrófonos. En cada esquina se toma una copita de anisado. Más que todos los anisados, dan calor el ritmo del arpa, el trémolo insistente del primer violín, y el arranque de saxos y clarinetes. La gente escucha. Los dirigentes de la cuadrilla están orgullosos, y con razón, por ser capaces de haber traído la nueva música. La gente aprueba. Es el momento de absorber el tono, de hacerlo propio. Sin la máscara, que lo transformará todo a partir del día siguiente, la música es más música que nunca: fresca, nuevecita, tradicional. Cada año algo cambia, pero es poco.

Con la música, en cada paso, se mezclan las reflexiones con los recuerdos de la noche, de las frías noches jaujinas. Uno se piensa caminando de la mano con Nora en esta misma plaza, hace más de treinta veinte de eneros, cuando la fiesta servía de río revuelto, como seguro aún sirve para los más jóvenes; o robándole un beso a Julia; o un trago al tío danzante; o tratando de separar a Carmencita de su hermano cancerbero; o danzando con la madre ya ausente, a la luz de las lámparas de gas que alumbran los «toldos»; o la mirada medidora del padre, en esa primera danza de hace tantos años. Se mezcla todo y se convierte en identidad y en pertenencia. El arpa sirve de alas para volar más atrás aún, cuando uno huía de las máscaras extrañas, como aún huyen los niños. Y las fiestas en la casa, cuando algunas veces se hacían con orquestas similares, mezclando el tun-tun de una muliza con los olores de la carne y las habas de la «pachamanca», esa olla en la tierra recién abierta de la que salían comidas exquisitas, sazonadas con la sapiencia antigua y el recuerdo actual.

Habrá fuegos artificiales esa noche.

kuraka@ciberayllu.com

Foto de Yauyos
20 de enero del 2000, plaza antigua de Yauyos, Jauja

  


Actualizado: 21-01-2007